Traducción al castellano de Distraction, Consumption, Identity: The Neoliberal Language of Videogames de Lana Polansky, publicado el 1 de agosto de 2016.
He hablado al pasar de la industria de los videojuegos como el sobrino horrible del neoliberalismo. La artista Liz Ryerson se adentró con más profundidad en esta opinión; escribió extensamente al respecto en su blog, y hace no mucho tweeteó que “el lenguaje de los videojuegos es el neoliberalismo”. Es una observación fácil de hacer, así que muchos críticos la han hecho, pero parece haber una cierta confusión sobre qué queremos decir cuando decimos “neoliberalismo”. Lejos de ser una palabra rimbombante vacía —y dios sabe que los videojuegos surfean en una ola constante de palabras rimbombantes— neoliberalismo se refiere materialmente a un conjunto de políticas económicas basadas en la austeridad, reducción de impuestos a los ricos, libre comercio (o libre movimiento del capital global a fuentes de trabajo más baratas) y desregulación. La lógica, o al menos el pretexto dado para justificar esta maquinaria era que el “mercado”, libre de regulaciones federales o impuestos, llevaría a más competencia e innovación y por lo tanto estimularía el crecimiento del empleo y la riqueza global que, en teoría, se derramaría hacia abajo. Esta maquinaria ha fracasado tan obvia e irremediablemente en el curso de las últimas tres décadas en producir una realidad así, que incluso el Fondo Monetario Internacional, constituido por algunos de los antes arquitectos del neoliberalismo, lo admitió a regañadientes.
Los videojuegos, a pesar de nacer de una industria multimillonaria de entretenimiento y de disfrutar una saturación cultural creciente, son claramente una faceta menor del proyecto económico global devastador del neoliberalismo. Pero creo que son sin embargo interesantes como bienes en que han madurado como un medio enteramente dentro del marco del neoliberalismo. Más que entretenimiento, los juegos y casi toda la discusión que los rodea son espectáculo. Eso no quiere decir que la gente que participa en estas intrigas no se las tome en serio. Todo lo contrario: por más vergüenza que dé admitirlo, los juegos se han vuelto una suerte de campo de batalla cultural para una cierta cosecha de nerd agraviado. Lo que sí quiere decir, sin embargo, es que la industria —la extensión de entretenimiento de Silicon Valley y su marca de utopismo tecnológico— carece de una historia de movimiento obrero, y se jacta de una mano de obra profundamente alienada y generalmente precaria que es regularmente explotada, abusada y descartada por el oligopolio de cartel a través del cual la mayoría de la plusvalía es generada y reabsorbida. Si bien puede haber menos movilización obrera en otros sectores —por ejemplo, en términos de participación sindical— que en generaciones previas, la industria tecnológica no ha tenido siquiera tiempo contemplar la cuestión hasta hace muy poco. (Véase, por ejemplo, a los taxistas en Montreal haciendo huelga para obligar a Uber a cumplir estándares impositivos y regulatorios, y ganando.)
La función del espectáculo es ocultar estas cosas, pero también convencer a la gente de que las tensiones, las inequidades e incluso las deficiencias creativas sintomáticas se pueden resolver sin siquiera abordarlas. Un [itg-glossary glossary-id=”27″]gamer[/itg-glossary] de derecha —el tradicionalista más mezquino— dirá por supuesto que nada tiene que cambiar, y que cualquier intervención para corregir cualquier falta constituye no sólo una pérdida de tiempo sino también alguna clase de invasión cultural. Su objetivo es, por supuesto, una masa desordenada y confundida de identidades monolíticas y valores de izquierda que, él cree, están invadiendo el último refugio que se le permite dominar.
El chiste, por supuesto, es que en realidad nunca fue amo de su dominio. Su ego fue acariciado, su ello consentido, y su identidad como gamer completamente fabricada por gente de márketing. Los amos reales, casi no hace falta decirlo, son la clase ejecutiva y administrativa que maneja las multinacionales de tecnología y juegos, los accionistas de sus compañías, y un par de desarrolladores estrella que alcanzaron suficiente celebridad propia como para negociar una membresía en esa pequeña comunidad. Aunque la identidad nerd gamer masculina se inventó primero y malcrió después con mucho más entusiasmo que cualquier otra marca de nerd, los muchachos (mayormente) pequeño-burgueses que compraron esa narrativa de su propia exclusividad están empezando a sospechar que no están realmente a cargo. Como cualquier conservador agraviado, su primer instinto no es combatir las condiciones subyacentes que llevaron a este predicamento, sino descargar las culpas del problema sobre algún otro inocente foráneo —mujeres, gente queer, “marxistas culturales”, gente de color y demás— por robarles su pasatiempo.
A lo que mucho de lo que este contingente reacciona tiene que ver con la representación de identidades no-“preestablecidas” en los medios convencionales de videojuegos. Una historia sobre lesbianas adolescentes o la idea de que un personaje pudiera ser trans o usar alguna clase de insignia religiosa no cristiana los desencaja. Esa energía es predeciblemente capturada, convertida en un escándalo y usada para para dirigir más notoriedad al juego mismo. No toda creadora que se encuentra acosada por nerds enojados es así de cínica, pero no me cabe la menor duda de que entidades corporativas que buscan capitalizar el clima de conciencia social explotan plenamente las tensiones que emergen de lo que con frecuencia son intentos débiles de inclusión. Esto, naturalmente, es lo que potencia la suposición del gamer nerd conservador de que el poder que una vez tuvo está ahora en manos de intrusos culturales, y ésta es la conclusión a la que llegan exactamente porque no saben cómo articular un valor político por fuera de su relación con el consumo. Adoran a los actores más poderosos en la industria un poco como un [itg-glossary glossary-id=”1421″]culto cargo[/itg-glossary], y esperan verse a sí mismos indirectamente a través de ellos.
Pero no hace falta un izquierdista duro para darse cuenta de que los pedacitos de representación no alcanzan. ¿Qué hay de las oportunidades de empleo de todos esos grupos identitarios subrepresentados, para que los individuos de estos grupos estén efectivamente presentes en la labor creativa de representarse? En “Visibility is Not Enough”, la crítica Heather Alexandra escribe,
Se podría argumentar que ningún nivel de inclusión en el proceso creativo podría luchar apropiadamente contra las fuerzas de la transmisoginia, el racismo u otros prejuicios. Es atractivo decir que nos tenemos que conformar, aunque fuera sólo porque estas fuerzas jamás podrán ser destruidas. Sin embargo, permitiéndole a personas marginadas participar en los procesos profesionales a los que se les ha negado el acceso, sí creo que estas fuerzas pueden ser combatidas adecuadamente. Al proveer representativos auténticos, elaborados por artistas con experiencias de vida aplicables, podemos exponer a los jugadores a nuestras luchas. Podemos ponerlos en nuestros zapatos o hacerlos testigos de nuestro dolor. Podemos asegurarnos de no ser ignorados.
Alexandra argumenta que la representación significa poco sin alguna ganancia material, pero quizá podemos llevar este argumento más lejos todavía. Sería ridículo argumentar que los grupos subrepresentados no deberían tener igual oportunidad en todas las áreas de la industria y de acuerdo a su habilidad, pero ¿qué otra cosa tienen para ganar estos grupos además de visiones más auténticas de sí mismos?
Incluir más de la gente que efectivamente posee identidades subrepresentadas en la fuerza obrera es al menos una mejora incremental. Pero ¿es esto adecuado? ¿Es “auténtico”? Si la mano de obra continúa siendo explotada, no estoy segura de que lo sea. Tampoco estoy segura de que la autenticidad representacional se pueda asegurar en ningún nivel, a menos que uno esté preparado para afirmar que un único individuo puede erigirse como embajador para todo un grupo oprimido. Esto puede llevar a un pensamiento cínico y formulaico en el que los grupos marginados son considerados prioridad sólo por cómo pueden minar las experiencias específicas a su identidad para generar contenido. Las fuerzas que extraen la mayor parte del valor de esta comodificación de la identidad sólo tienen que hacer el menor de los ajustes. De hecho, estas fuerzas dependen activamente de la inequidad continuada para seguir consiguiendo historias.
En Meanjin Quarterly, Eleanor Robertson escribió una pieza poderosa sobre la seducción del mito neoliberal de la liberación mediante la representación, y la necesidad de una solidaridad real y un cambio estructural. Titulada “Get mad and get even”, la pieza dice,
Un método simple de seguir el dinero alcanza para poner a esta recepción perezosa de fetichismo de la mercancía seriamente en duda: ¿quién se beneficia cuando un programa de televisión es perfectamente diverso y responde a las necesidades psicológicas de su audiencia, los chicos de 12 años con extrema conciencia social de [itg-tooltip tooltip-content=”<p>Referencia al artículo <a href=&aquot;http://jezebel.com/no-offense-1749221642&aquot;>No Offense</a> de Jia Tolentino. Los chicos de 12 años con consciencia social son presentados burlonamente como lo máximo que puede lograr un feminismo que sólo se preocupa por tener programas de televisión con contenidos más inclusivos.</p>”]Tolentino[/itg-tooltip]? A fin de cuentas es la industria misma, que ahora ha ganado el conocimiento institucional necesario para extraer más ganancia apelando a las sensibilidades de sus consumidores. Esto no es simplemente una ausencia de políticas materiales, sino su negación: el medio primario del feminismo del siglo XXI, la crítica sobre diversidad, tiene en su término funcional la “libertad” de los consumidores para comprar una imagen de una utopía de la compañía cuyos intereses yacen en prevenir que cualquiera de esas utopías ocurra.
La dimensión espectacular del capitalismo tiene formas de extraer los colmillos y absorber a cualquier forma de resistencia de disenso que no logre atacarla en un nivel masivo y material. Todo reclamo es mercantilizado y convertido en espectáculo. El barniz de rebelión se retiene para satisfacernos y hacernos sentir que estamos haciendo algo más que onanismo intelectual, pero en algún nivel debemos saber que eso es lo que estamos haciendo y nos resignamos a satisfacernos parcialmente con pequeños trozos de placer libidinoso y moral. Cualquier parte de nosotros que hubiera podido levantarse en armas es castrada eficazmente y reducida a mera performance. Alguna figura o entidad dentro de la industria hace algo desconsiderado u ofensivo, todo el mundo se enoja, la parte que ofende hace lo más que puede por removerlo, y todo vuelve a empezar de nuevo. Lo que podemos esperar en retorno es ser levemente satisfechos por la inclusión de imágenes o voces en la producción mediática que todavía está definida por sueldos bajos (o inexistentes), inseguridad laboral, condiciones de trabajo cuestionables con frecuente discriminación y acoso, y un prontuario medioambiental vergonzoso. Ah, y los juegos se ponen peores también.
Ian Williams, que detalló algo de lo arriba expuesto en su pieza para Jacobin “You Can Sleep Here All Night”, teorizó sobre el rol de la gremialización en la industria hace relativamente poco. En su pieza “Now You’re Working with Power”, ofrece algunas reflexiones sobre por qué un movimiento obrero real todavía no se materializó en la industria:
Entonces si los gremios son tan útiles, ¿por qué no hay ninguno en la industria de los videojuegos? El hecho es que formar un gremio en Norteamérica es muchísimo trabajo. Las ley del trabajo puede ser complicada y varía de estado a estado y de país a país. Pero hay esfuerzos en marcha, al menos en términos de discusión, y las demandas de los actores de voz de SAG-AFTRA están en las mentes de todo el mundo. De todos modos, ese empujón final nunca parece materializarse. Mucho del asunto es que el proyecto es abrumador, particularmente se considera la naturaleza interestatal de la gremialización estadounidense. No hay una infraestructura a la que recurrir ni tampoco una memoria institucional de gremialización en el sector tecnológico de la que depender. La IGDA ofrece un espacio para la discusión pero no puede ni aspira a cumplir el rol de un gremio. Montreal, con su masa crítica de desarrolladores de videojuegos, ha hecho de anfitriona a reuniones dedicadas a discusiones pro-sindicales, pero nada concreto se materializó hasta ahora. De manera que seguimos esperando.
Lo más terrorífico que podría enfrentar a la industria de los videojuegos es un movimiento obrero real, inclusivo e internacionalista. Mientras tanto, hay algunas opiniones de trabajadores precarizados: los trabajadores freelance canadienses pueden unirse a la Canadian Freelance Union, y hay una Freelancers Union para los trabajadores estadounidenses también. The International Workers of the World también se jacta de su Communications and Computer Workers Industrial Union (560), ofreciendo cosas como experiencia organizativa y “apoyo y ayuda mutuas”. “Esto significa asistencia con problemas laborales, pero también podría significar ayuda con un proyecto comunitario o en disputas contra un dueño”, dice su sitio web. Si bien estas organizaciones pueden estar ciegas a lo específico de la industria, ofrecen formas de apoyo y representación que una persona sola bajo contrato probablemente no tendría de otro modo.
Pero ¿qué hay de un esfuerzo más consciente dentro de la industria hacia un movimiento obrero? Sumaría al argumento de Williams que hay mucha gente trabajando en la periferia en los juegos, como artistas independientes o escritoras o personas bajo contrato, que están en competencia directa entre sí y con frecuencia peleándose por las migajas. Eso te ciega; hace muy difícil que tengas siquiera la energía de colectivizar para nuestro beneficio mutuo. Lo que es más, las personas —incluyendo niños— que hacen mucho del trabajo brutal de extracción de recursos, manufactura y reciclaje electrónico están prácticamente ausentes de la discusión de los derechos laborales a pesar de trabajar en algunas de las peores condiciones de cualquier persona en tecnología. Mucha de esa invisibilidad se puede atribuir a un sesgo occidentalista, ya que una parte importante de este trabajo se terceriza al Sur Global. Otro tanto puede atribuirse a otro tipo de sesgo, en el que la minería y la manufactura están tan al fondo de la cadena de suministro que no entran en la discusión de trabajo tecnológico: sería como incluir a los leñadores y encuadernadores en el Gremio de Escritores de Estados Unidos. Aún así, el trabajo manual tiene un impacto enorme en la tecnología, y viceversa; no hay razón alguna para que alguien que espera construir un movimiento obrero a lo largo de las industrias tecnológicas re rehusara a tener solidaridad con los trabajadores que hacen todos nuestros dispositivos posibles.
No voy a decir que nada de la indignación por la justicia social en los juegos haya llevado a mejoras del modo que fuera, porque creo que lo ha hecho. El rango de expresión, ideas y personas que pueden operar visiblemente en el espacio creativo se ha expandido un poco. Hemos ampliado de algún modo nuestras expectativas de cómo puede verse el medio y de lo que tiene permitido decir. Pero hasta la retórica más progresista en la industria todavía se obstina en la misma clase de adoración del poder y políticas de consumo que definen a sus nichos más tajantemente conservadores. Los videojuegos están tan enredados con el pensamiento neoliberal que les cuesta muchísimo expresar cualquier otra cosa, especialmente en el mainstream. La conversación sobre ellos como medio de entretenimiento y forma de arte está severamente limitada por estos términos estrechos e intrascendentes, y está frenando la imaginación política y creativa. Pero esto genera una cantidad abismal de dinero para un pequeño número de actores que siguen los caprichos del capital más que cualquier imperativo ético de ayudar a grupos marginados. ¿Y quién sabe adónde va a llevar eso? El retroceso a valores regresivos tiene una historia tan larga como la historia del arte.
La popularización de la “crítica sobre diversidad” puede significar más tipos de nueva segmentación de mercado y una definición más amplia de satisfacción basada en la identidad, pero quienes cosechan las recompensas reales de ese método son pocos. Todavía queremos vernos representados en las estructuras fundamentales que existen, en lugar de desafiarlas, romperlas y cambiarlas. Esto nos vuelve susceptibles a pensar que no hay alternativa al cambio incremental, y que los únicos logros que importan son los individuales que ocurren en proximidad al poder. Sentimos un golpe de satisfacción moral, quizá, y un sentido real de validación al ver imágenes de nosotros, y quizá sentimos por un minuto que realmente, como grupo, hicimos algo duradero. Pero ¿qué pasaría —con el arte, la creatividad, el sentido de nuestro valor como trabajadores y personas— si efectivamente nos uniéramos, como grupo, e hiciéramos algo?