Pero no es por las razones que creés.
Traducción al castellano de All the women I know in video games are tired, publicado en Offworld el 29 de Mayo de 2015.
Durante la semana pasada, hubo momentos en los que estaba tan deprimida que apenas podía moverme, no podía más que quedarme ahí, acostada boca abajo como si una fuerza enorme me estuviera aplastando, pesada y con lágrimas cayendo lentamente. Por un lado, fue tan difícil como se podría esperar, por el otro, no estaba particularmente preocupada: sentía que era una respuesta razonable a una serie de eventos irracionales.
Estaba padeciendo una infección de pecho muy terca y dañina que me mantuvo alejada de mi trabajo, cuyos ritmos diarios suelen ser el punto de referencia a través del que defino mi propio sentido. También había probado, muy en secreto, un nuevo tipo de proyecto, uno en el que pensé que iba a ser buena y resulta que no fue tan así, el tipo de sorpresa que es justo encontrar un poco desestabilizante, yo creo. Y algunas otras cosas pequeñas, años y años de cosas pequeñas, la suma de las cuales me dejó sintiéndome encerrada en un túnel de infelicidad, lejos de todas mis acostumbradas métricas de validación.
Validación es un concepto extraño cuando trabajás en videojuegos, un campo joven con una memoria corta, cuyas ideas acerca de lo que es válido están mutando constantemente, siempre fuera de nuestro alcance. Hay muchas personas que parecieran tener suerte de repente, ya sea en hacer juegos o en escribir la conversación alrededor de ellos, y si bien esta clase de suerte es extremadamente impredecible, compuesta de misteriosas partes móviles y alquimia elemental, somos personas a quienes les gusta pretender que hay una columna vertebral de lógica alrededor de cada acción y cada interacción. Creemos en un modo correcto, un mejor camino, una condición de victoria. Está en nuestra naturaleza.
Los videojuegos son validadores. Son sistemas a los que acudimos en los que podemos tocar algo y que haya una respuesta inmediata; donde es posible la maestría, donde evolucionamos de un modo lógico. Podemos “ver el final”. Uno de los pioneros más significativos de la última década del género de “mirar a alguien más jugar videojuegos”, mucho antes de los YouTubers, fue el programa japonés Game Center CX, en el que el adorable Shinya Arino juega obstinadamente a juegos viejos, cerrados y fricativos. Su meta suele ser “ver el final”.
Al día de hoy estoy prácticamente maravillada por Arino: particularmente por su resiliencia. A veces le lleva largas horas o incluso días completar el desafío que se impuso en un juego, con una especie de almohadilla relajante japonesa pegada en la frente. Es uno de los momentos acogedores del programa cuando los asistentes le llevan, con deferencia, snacks, comidas, pistas de los usuarios, siempre como pidiendo perdón, porque todos en la habitación saben que Arino no debe abandonar. Se frustra con frecuencia, palmadas en la frente, quejidos cómicos, pero también se ríe y bromea con la misma asiduidad. Nunca tiraría el control al otro lado de la habitación con violencia, como hice cuando era niña. El viejo control de Super Nintendo de mi familia está grabado con marcas de dientes. No sé cómo se las arregla.
Cada mujer que conozco en juegos en este momento está realmente cansada. Cuidadosamente: es decir “todas las mujeres que conozco,” no “todas las mujeres.” Tenés que ser muy cuidadosa. No es el tipo de fatiga que le resulta fácil de explicar a nuestros colegas varones a quienes les gusta agitar el puño y que empatizan seriamente en sus redes sociales sobre cómo “nos acosan mucho.” A algunas de nosotras nos acosan mucho y a otras no. A veces me molesta cuando la gente toca el tema del acoso: comentarios como no tengo idea de cómo lidiás con toda la mierda o uff, seguro tenés un montón de haters, porque honestamente, suelo estar tratando de ignorar esa parte y, bueno, a mucha gente le gusta mi trabajo y me apoya también, gracias.
Se le presta mucha atención al “clima de acoso” a mujeres en juegos (y también muchos debates arrogantes sobre si existe o solamente lo estamos imaginando, exagerando, porque por motivos arbitrarios debemos querer que “la industria se vea mal”). Aun así, esta lástima y perplejidad agobiantes eran peores cuando estaba empezando, casi una década atrás, antes de la miríada de diversas y excelentes mujeres que conozco y con las que trabajo. En esa época existía una disonancia constante entre el modo en que la gente reaccionaba ante mí y mi trabajo y lo que ocurría con los demás, y como no podía entenderlo todavía, seguí insistiendo.
Pasé por momentos difíciles. La letra de una canción de Joanna Newson dice: “Estaba cansada de estar borracha/Mi cara resquebrajada como una broma/Así que me deslicé hasta acá como un par de liebres con sus cuellos quebrados.” Me recuerda a una persona con la que estaba en ese momento, un nervio en carne viva colapsando lentamente ante el escrutinio masivo y las inescrutables reglas socioprofesionales. En retrospectiva, sé que estaba teniendo una reacción razonable a circunstancias irracionales. Ayuda un poquito recordar eso, de tanto en tanto.
En ese entonces no había Twitter. No existía “la comunidad”. No teníamos un foro para tener conversaciones sobre la supuesta injusticia de una economía de la fuerza laboral a través de la cual personas escriben blogs mientras otros se benefician de eso sin pagarles dinero. La esfera de críticas de videojuegos de la que era parte cuando era más joven -la “brainyesfera”, como la solíamos llamar, a partir del cabecilla de la red Michael Abbott de Brainy Gamer– estaba teñida de un asombro moderado. Parecía existir una inteligencia y un sentido de novedad en lo que estábamos haciendo, y si bien ninguno de nosotros inventó la crítica de juegos es justo decir que todos fuimos parte de la invención de una cierta conversación en nuestro campo, donde estábamos explorando conjuntamente e invirtiendo el uno en el otro. En ese entonces nunca escribí buenos artículos, pero debo haber tenido buenas ideas, como otros que participaron en estos intercambios conmigo.
Fuera de esta esfera, solía sorprenderme cuán inseguro era para mí hablar o ser visible, cuán extraña me encontraba el status quo cuando aparecía en convenciones de juegos con mi libreta de periodista y mis ojos demasiado brillosos de nena de teatro. Intenté toda clase de juegos de rol. Me invitaron a algún grupo de “mujeres en los juegos”, invitación que decliné porque no quería que Eso fuera Una Cosa. No recuerdo mucho de esos tiempos ahora porque mi yo verdadero no estaba presente.
Aun así, no me cansé hasta la época actual. Desde esos tiempos, otras mujeres y yo nos convertimos lentamente en parte de una ola esperanzada de gente para quienes las cosas iban a cambiar, o estaban cambiando, o al menos existíamos juntas en un sistema donde nuestra incomodidad colectiva se sentía como un impuesto útil sobre el resultado que por lo menos íbamos a conseguir juntas. Esperábamos Ver El Final, y tal vez ahora tantas de nosotras estamos cansadas porque está claro que no va a haber uno. O va a ser como Castlevania: Sinfonía de la Noche, donde creés que llegaste pero en realidad hiciste solamente la mitad, y ahora tenés que volver a transitar todo el castillo, esta vez con todo dado vuelta y el doble de peligro.
Mayormente tengo el mismo trabajo que siempre tuve (y no es que no esté orgullosa del crecimiento que tuve dentro de él a lo largo de los años). Respecto de mis amigos, los revolucionarios del Twine y los twitteros vocales y los otros escritores, fuimos engañados: estuvimos en el New York Times y fuimos invitados a conferencias y se nos ha dicho que somos Voces Importantes, haciendo una Labor Importante, estuvimos en las noticias de la noche y en revistas. Nos bañan en capital social. Pero nada de eso se traduce en capital real.
Es un choque miserable. Pienso en Arino, y con cuánta frecuencia la recompensa por su labor de entretenimiento con estos videojuegos antiguos es solamente una pantalla que dice GRACIAS POR JUGAR, y una lista de nombres.
No estoy segura de qué esperábamos conseguir. Como el sentimiento vacío en mi pecho después de ese proyecto secreto que me hundió últimamente, ¿qué otro resultado quería conseguir excepto completarlo y que fuera mío? No estoy segura, pero esa ambigüedad me vacía de algo, así como nos vacía a todos.
Todavía recibo emails de personas que quieren saber si voy a ayudarlos con un panel o un documental o una tesis o lo que sea sobre “mujeres en juegos”, o, dios me libre, acerca de GamerGate (dejen de enviarme estos últimos). A mis colegas todavía les dicen que su trabajo en juegos alternativos o de género o juegos como expresión personal o su escritura sobre temas personales es Labor Importante, fundamental, imperdible, pero que desafortunadamente no hay trabajos disponibles para ellos, ni honorarios para oradores, ni avance profesional.
Una de mis colegas me acaba de escribir que está frustrada por todas las conversaciones que no estamos teniendo. Todos, creo, migramos en contra de nuestra voluntad a residencias interminables en campos minados politizados, donde incluso las charlas entre nosotros son sometidas a escrutinio. La noticia sin importancia de que me gusta el juego Bayonetta, por ejemplo, provocó una oleada no solicitada de usuarios de Twitter tagueando a mi amiga y colega Anita Sarkeesian, que fue crítica de ese juego, como si nuestras opiniones no pudieran coexistir. No somos libres de debatir y estar en desacuerdo a menos que sea una contra la otra. A veces admitimos negativamente, en secreto y en bares y en “encuentros de mujeres”, que algunas de nosotras estamos en contra. Cada colega sonriente que desprecia entrar en conflicto con otra mujer, puede ser que me odie. Nunca lo va a decir, porque muchas de nosotras ya somos lo suficientemente odiadas injustamente por nuestros enemigos.
También están las que tuvieron solamente buenas experiencias. Las que creen en la Energía Positiva. Estamos en el negocio de la diversión, declaran. Muchas de ellas son más viejas que yo y las veo frunciendo sus ceños cautelosamente en mi dirección como si fueran madres de adolescentes, heridas por nuestra edad turbulenta, sacudiendo sus cabezas ante la destrucción que creen que estamos causando en nuestro camino a descubrirnos a nosotras mismas. Por supuesto que las respeto, su trabajo, sus años de servicio, la verdad de su experiencia que es tan diferente a la mía. No tengo opción, y nunca vamos a discutir el tema de otro modo. No tenemos libertad de hablar o de movernos. Nuestras propias historias, las narrativas de nuestro trabajo, son gentilmente tomadas de nuestras manos con tanta frecuencia, mientras miramos, en silencio; mientras miramos, apretando bloquear y silenciar.
Otro amigo y colega notó que yo parecía frustrada, que yo también parecía ser otro nervio palpitante en este nudo vivo de frustración. Para confortarme, me dijo que está pensando seriamente en otras cosas que pueda hacer además de juegos. “Puede ser que esté deprimida,” le escribí. “Pero realmente dudo en descartar la cumbre de preocupaciones estructurales y falta de respeto sistemática de larga data por parte tanto de mis enemigos como de mis ‘aliados’ como un bajón químico involuntario.”
“Totalmente,” me respondió.
Por un capricho, hace poco ordené por Amazon un libro viejo llamado “Navegando en Internet,” más que nada porque el título era gracioso. Resultó ser una biografía brillante de lo que era el salvaje oeste de los días de los primeros grupos de Usenet y los canales de mIRC, escrito por una mujer llamada JC Herz. La política de ser una mujer online ya era parte de su experiencia incluso en los años 90. Yo también había escrito una biografía, llamada Breathing Machine, de la internet de los 90 y mi experiencia como chica adolescente en la red.
Di vuelta el libro de Herz y me sorprendió ver su retrato en la contratapa: mechones de pelo negro y enrulado, como el mío, una sonrisa traviesa que se sentía familiar. La googleé y encontré que escribió críticas de videojuegos para el New York Times (constantemente estamos quejándonos sobre cómo los medios tradicionales como el New York Times nunca nos dan una oportunidad) a comienzos del milenio, años antes de que me convirtiera en escritora. Somos tan parecidas, el curso de su vida y su trabajo con el mío, y sin embargo, nunca la había conocido hasta ese entonces.
Nuestra crisis de memoria en curso (este campo mantiene pocos registros permanentes tanto de proyectos como de conversaciones, reinventa la rueda cada cinco años) se traduce en que terminamos con miedo a parar, a ver si desaparecemos y nos olvidan. Si alguna vez fuera a dejar esto, en cinco años alguien como yo no me conocería. Las mujeres, especialmente las mujeres marginalizadas que tienen tanto más que perder que lo que tuve alguna vez y que arriesgan todo para hacer sus contribuciones, para hacer su labor importante, también tienen miedo de esto, tal vez mucho más. Así que aguantamos las entrevistas acerca de El Acoso. Pero El Acoso no es nuestro mayor problema en lo absoluto.
Es que todavía no encontramos una manera de ser válidas. Nuestros controles están llenos de marcas de dientes. No podemos Ver El Final. Estamos en el negocio de jugar, pero perdimos nuestra inocencia. Estuve lo suficiente en este negocio para saber que este artículo acerca de Ser Una Mujer va a ser mucho más leído que casi cualquier trabajo sincero sobre crítica pura de videojuegos que pudiera hacer. Ese saber es un dolor apagado y constante.
Mi pareja está en juegos, y sus amigos y mis amigos varones, y se mantienen como fuentes de entusiasmo incansable e ironía. Sé que a veces mi temperamento impaciente y mi cinismo y las veces que soy incapaz de detenerme de despotricar en las redes sociales son cansadores para ellos. Quiero decirles: nunca va a ser para mí como es para ustedes. Esto siempre va a ser alegría para ustedes.
Para mí, no hay otra cosa que yo pueda hacer. Conozco la locura de pasar horas insomnes durante la secundaria persiguiendo puntajes, recitando con precisión la misma letanía de saltos de plataforma, tirándome en contra del mismo jefe por años hasta estar violentamente aburrida. Apagando el juego, bajando las escaleras. Veinte minutos después, de vuelta arriba, como si algo me obligara, invocando técnicas supersticiosas para esta vez, esta vez. Todos recordamos un padre o pareja, suspirando de fondo después de que lloramos y nos quejamos contra la pantalla por centésima vez: “Estuviste jugando por horas. Si te frustra tanto, ¿por qué no parás? ¿Por qué no hacés otra cosa?”
Simplemente no puedo. En algún lugar de todo esto hay amor, y el deseo de hacer que los juegos sean más grandes que el pequeño y extraño espacio que habitan y que todos los frenos en los que están envueltos. Es amor lo que impulsa Offworld, que llevó a nuestros amigos de Boing Boing a ofrecernos una oportunidad de hacer un juego de plataformas, que hace que Laura y yo querramos tener un papel pequeño en agregar algo más a la conversación. No haría otra cosa. Tenemos que decidir que esto es válido. No podemos esperar que nos otorguen la validez. Tenemos que embestir contra eso, repetidamente, pacientemente, como siempre hicimos.
Son solamente videojuegos. Se supone que debería ser divertido. Suena divertido, dice la gente cuando les digo lo que hago. Y a veces me rio y hago una mueca o me muerdo el labio, pero siempre digo Lo es.
Entonces suelen decir ¿es difícil ser una mujer en juegos? A veces digo sí y a veces no pero de ahora en adelante creo que la respuesta es sí, pero no del modo en que creés.